Hace exactamente siete días se cimbraba el otrora orgullo capitalino. Una oda de hormigón y acero a la modernidad latinoamericana. El descomunal rascacielos de 214 metros añora como el barrio en el que se construyó, ser el corazón económico de México.
Los años pesan ya sobre el icono del "auge mexicano" inspirado por Cárdenas y que décadas priístas se encargaron de esquilmar. Hoy existen torres más altas, los valores han cambiado y los símbolos son otros.
Un jueves cotidiano encadena sucesos definidos por detalles inconscientes: se extiende una comida, te apresura la urgencia de checar o los retrasa el tráfico vespertino, un azar aciago satura destinos inciertos.
En el primer piso del edificio José Colombo en contra esquina de la Torre de Pemex. Un grupo de médicos hacen de administrativos y contadores. Para la mayoría de los que honran el juramento hipocrático esto parece más a un cementerio de elefantes.
En la oficina nadie se los pide pero todos los días con disciplina ejemplar llevan al trabajo sus inmaculadas batas, como un general que porta gallardo los galones. Tal vez los motiva y los distingue del resto de oficinistas con trajes de lana.
Estos veteranos de mil batallas tienen un aspecto cansado casi taciturno. En su mayoría regordetes y canosos. Sus jornadas interminables en hospitales, su pulso estoico en el quirófano y su inagotable energía hoy parece acoplarse a las características del vetusto edificio que contemplan a diario desde sus ventanas.
El mismo destino que dejará su huella imborrable en cientos de familias, ha preparado a este grupo curtido con accidentes de refinería y graduado con honores en 1985 otra dura prueba a su talante.
Los "magníficos anónimos" sienten como se estremece el restaurante donde extendían la charla, en minutos uno tras otro percuten los celulares en la mesa. La cuenta se paga soltando un plástico al azar y a la voz de "fue en Pemex", se ponen en marcha.
Los magníficos anónimos se apresuran a llegar a la columna de humo negro que se disipa en las alturas de la torre. Caos, gritos y desconcierto inundan la avenida Marina Nacional mientras la turba se aleja del complejo y las primeras sirenas se escuchan a lo lejos.
Sin disminuir el paso el líder de los médicos solicita un par de ambulancias bajo la explicación de "una explosión en la Torre". Sin un solo obstáculo de la usualmente reacia seguridad, son los primeros servicios de emergencia en entrar a escena.
La cortina de polvo levantada por los pisos colapsados hace todavía imperceptible la magnitud del siniestro, pero los recuerdos del terremoto recorren su espina mientras avanzan por la explanada.
Ante indicios de fuego, la cantidad de escombros que dificultan la visibilidad y los trabajadores que tratan de salir del complejo se detienen, un "para fuera, vámonos" se convierte en una retirada estratégica para organizarse.
El tono en la llamada se fortalece y se solicitan equipos de rescate auxiliares, la orden cambia a "todas las unidades disponibles". A un doctor se le envía al José Colombo por equipo. Otro más no responde al llamado ya atiende a un herido con el rostro ensangrentado.
La vorágine abandona el área, no hay curiosos todos se alejan, el humo asfixia, los autos no respetan el semáforo. Algún helicóptero sobrevuela el área. A los gritos preguntan a cualquiera que pasa por alguna fuente próxima de agua, a otro galeno se le encomienda investigar como interrumpir suministros de electricidad y gas.
Uno de los más experimentados lleva un rato separado del grupo, cuando reaparece informa que ha auxiliado a una mujer desvanecida con la que tropezaban otros empleados en su afán de escapar.
Los tres celulares del jefe suenan al mismo tiempo -no atiende ninguno- las primeras cubetas llegan de algún baño cercano. El caos ya es total. Las sirenas se distinguen entre la humareda son patrullas, aún sin refuerzos.
Cuatro heridos ya se agolpan con el grupo sin preguntar nada. Parecen percibir su ecuanimidad dentro del desorden. Los sacos ya están en el piso, otro usa su corbata de seda como torniquete.
Sus rostros taciturnos ocultan el temor y se transforman en vigor. Se instalan detrás del mítico busto de Cárdenas para protegerse del gentío y ayudan como pueden y con lo que pueden. Algunos ignoran su intención de ayudar y solo se abren paso para alejarse.
Ya ha pasado media hora desde la explosión y parece un parpadeo. Los equipos de emergencia hacen su aparición. Sin necesidad alguna de ingresar al edificio B-2, se "arman" en una ambulancia con equipo quirúrgico y escoltan a los bomberos.
Por dentro el panorama es todavía más desolador a los llamados del celular se responde con escuetas sílabas, nadie hace hipótesis, nadie pregunta, no hay especulaciones solo acciones.
Un joven paramédico muy nervioso, trata de atender a uno de los magníficos anónimos, hay sangre de algún herido en su chaleco. Sin escuchar razones insiste con jaloneos sin saber que es uno de los médicos más calificados del país. El internista se despoja del accesorio le muestra su camisa y el paramédico recula.
El catedrático a nivel nacional del ATLS (Trauma de Soporte Vital Avanzado -por sus siglas en inglés-), aprovecha el episodio para arremangarse y poner su ahora opaco reloj en el bolso del pantalón.
Otro galeno mira la escena, realiza una curación en la pierna de una secretaria que trata de comunicarse con alguien en la guardería, apenas a unas calles del complejo. El médico empatiza con la mujer y se toma un minuto para reportarse con su hija.
La indolente calma de los veteranos contrasta con el vértigo de los equipos de emergencia que ya inundan el sitio. Con los magníficos anónimos esparcidos y después de horas de labor, su líder los cita en la medida de sus posibilidades afuera del Colombo.
Les han conseguido cascos, guantes y hasta algún par de botas. Sus manos de momento ya no son tan necesarias entre los escombros, aunque auxilian a quien lo demanda. Ahora los magníficos anónimos gestionan los cuerpos de rescate y ayudan más con sus voces.
Lo primera broma en horas rompe la tensión a través de la frecuencia, "si dejaron su coche afuera de Verónica (el estacionamiento principal) tienen permiso de ir a moverlo antes que los helicópteros lo hagan por ustedes. Por fin aparece una escueta sonrisa.
El ejército limita la zona, nadie entra nadie sale. Un alto cargo solicita a los magníficos anónimos ser el vínculo con el exterior. La noche ha caído, las cifras comienzan aparecer. Los medios circulan versiones y las redes sociales convierten en héroes a absurdos personajes.
Los rejuvenecidos "chicos" del primer piso del Colombo admiran la pericia de los pilotos, que bajan y suben entre un par de espacios del estacionamiento, mientras priorizan las urgencias que van abordo. Su experiencia se cotiza como oro puro en está tarea, siguen salvando vidas ahora con un plumón.
Para los magníficos anónimos la noche se extenderá todavía hasta la madrugada como comitiva de visitas burocráticas a hospitales y comparecencias públicas o privadas. Ni una palabra más a los guiones ya escritos, no es discreción es hermetismo.
Antes de volver a sus moradas con las primeras luces del día se percatan que su incombustible actividad de semanas con la que encararon el ´85 quedó lejos. Hoy con un día largo la espalda molesta y los músculos pesan, con sonrisas cómplices se citan en una sede alterna en apenas unas cuantas horas.
Los magníficos anónimos se despiden uno a uno con efusivos abrazos y palmadas en la espalda que hacen brotar el polvo de sus camisas. Ahora aparecen las batas para cubrirse del frío. Batas que a diferencia de los trajes permanecen inmaculadas como su orgullo y heroísmo.
En nombre de todos gracias papa.
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