6/28/2016

Invasiones bárbaras

Roma y Constantinopla fundamentos del mundo civilizado que estructuraron la base de la democracia, la lengua y el derecho entendían aquello ajeno a sus formas como barbarie, cualquier cultura que no se expresara en latín equivalía a una sociedad primitiva.

También fue en Roma donde la espectacularización de sus hazañas bélicas, comenzó a representarse en teatros o circos para dar a conocer al pueblo versiones favorables de hombres transformados en guerreros, guerreros elevados a héroes y héroes convertidos en mitos.

Pierre de Coubertin hace dos siglos como buen pedagogo encontró en dicha espectacularización una forma sensata y pacífica de confrontar naciones utilizando a “paladines y campeones” en justas deportivas.

Pero fueron los británicos quienes comenzaron con los principios de identidad colectiva corriendo detrás de un balón. Luego llegó la FIFA que engloba más asociaciones que países miembros de la ONU. En 1973 Jaggermeister  puso el último clavo patrocinando la camiseta del Eintracht Braunschweig.

El mundo incivilizado y convulso de hoy convirtió al deporte en negocio y el “Panem et circenses” deleita una sociedad insaciable de efímeros próceres o indignos traidores de la patria.

El fútbol formateado a producto busca generar mucho en poco tiempo, no entiende de procesos ni cualidades, mientras entretenga a las masas sedientas todo es valido. El aficionado un desnutrido intelectual asume con gusto el papel de consumidor y juzga con el pulgar la “vida o la muerte” de un simple futbolista.

En el fútbol belicista de hoy el nacionalismo pasa por un balón y el patrioterismo confunde a aficionados, futbolistas y medios. El fútbol siempre exageró la vida y la FIFA exageró al fútbol.

La afición ante sus frustraciones cotidianas encuentra en terreno fértil el sitio ideal donde desatar sus sentimientos más primarios, y polarizan sin mínimo análisis a vencederos y perdedores a partir de un resultado concreto, como si la vida misma solo tuviera fracasados y exitosos.

En el peor de los escenarios imbéciles emocionales (Jorge Valdano, 2014) toman las calles, tribunas y  bares transformando un espectáculo lúdico en batallas campales entre barrios, ciudades o países, y así demostrar que son mejores guerreros que los once soldados que los representaron en el césped.

La confusión también empapa a los futbolistas quienes al convertirse en millonarios precoces (Marcelo Bielsa, 2011) pierden sentido de la realidad y se convierten aparentemente en mejores personas que médicos, bomberos o maestros por patear un balón con pertinencia.

Cuando son elegidos para defender la bandera se colocan sus armaduras Nike o Adidas, para con fervor y lágrimas en los ojos, entonar el himno nacional y alistarse soberbios para combatir por un territorio o la libertad de su nación.

Luego llegan los medios que parten del sentido pecuniario de grupos de interés, son jueces y parte, ponderan el análisis de  lo extracancha, se aprovechan de la histeria de la grada y espectacularizan un fútbol trastornado lleno de celebridades convirtiéndose en el monitor de banales conductas colectivas.

Las oligarquías  del negocio pensaron con arrogancia que podían mantener concentrado el poder  que  se liberó en sociedades sobreinformadas, multiculturales e interconectadas. Con la debilidad de las instituciones las audiencias confusas señalan a pibes de 25 años como inocentes o culpables de la suerte de un país.

Lionel Andrés Messi Cuccitini quien como adolescente expatriado se inyectaba las piernas para intentar llegar a los 160 centímetros, termina hoy siendo el blanco de crisis institucionales, complejos contextos económicos e irracionales ataques colectivos por fallar un penal en el negocio llamado fútbol.

Otros adinerados, soberbios y desorientados futbolistas encuentran en la vorágine del lucro espacios para dejar de competir a conveniencia. Como si un policía pudiera elegir entre trabajar un día y otro no. O como si un médico a mitad de una compleja operación pudiera desistir y "dejarse perder por siete goles".

Los principios de identidad de una colectividad ayudan a su sentido de pertenencia. La identificación  común causa afinidades, sin embargo cuando sus percepciones están contaminadas y mal entendidas son como una enfermedad que se extiende hasta la endemia.

Cuando el principio fundamental era una apología heroica para las multitudes con matices metafóricos sobre un gran logro deportivo, estos se reconocen con admiración, Islandia o Leicester son ejemplos recientes de ello. Hoy la exigencia en la sociedad reinventa discursos propios y los refleja sinsentido en 90 minutos con nulo o precario juicio.

Los mensajes que surgen de diarios, revistas y programas alimentan en su gran mayoría una pasión desbocada y ficticia. La fascinación por el talento antes conmovía, hoy se admira solo el éxito, que además alude solo al gran ganador  y omite al resto, incluso finalistas o esfuerzos de progreso monumentales.

La victoria como única alternativa, lo cuantitativo sobre lo cualitativo, lo propio sobre lo común, lo casual sobre lo causal, lo efímero sobre lo permanente, lo civilizado sobre lo incivilizado simplemente la barbarie.

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